Inclinada por vocación personal a ser modesta y humilde, la heroína de la Sierra y el Llano Celia Sánchez Manduley no es de las que se olvidan, a 45 años de su deceso el 11 de enero de 1980, en La Habana, cuando entraba en su sexta década de vida; todo lo contrario, de su ejemplo emanan una luz y una convocatoria que invitan a seguirla recordando.
Había nacido el 9 de mayo de 1920 en el poblado azucarero de Media Luna, hoy perteneciente a la provincia Granma. Una educación patriótica y principista marcó la vida de esta mujer, además de la influencia de los senderos geográficos de los entornos donde residiera, como las estribaciones y montañas serranas y también el mar, primero en los pueblos orientales de la costa sur, en especial Manzanillo, y luego el de La Habana, su enclave final.
De figura delgada y espigada, siempre caminaba a paso muy vivo, yendo “ligera” —como suelen decir los orientales cuando hablan de velocidad—, sus paisanos y millones de cubanos gustan seguir recordando con esa estampa a la primera mujer combatiente del Ejército Rebelde, en la Sierra Maestra.
Su entrega a la causa Revolucionaria fue total, desde la juventud hasta la hora de su muerte, por enfermedad, cumpliendo una trayectoria trazada por sus valores de patriota, audaz combatiente de la clandestinidad, como militante del Movimiento 26 de Julio en la ciudad y antigua región de Manzanillo, la Sierra Maestra, y por su inmenso humanismo que casi todos reverencian.
Era hija del médico rural Manuel Sánchez Silveira y de Acacia Manduley, quienes cultivaron valores educativos y el amor a José Martí, el Héroe Nacional de Cuba.
Muy sensible ante las carencias y el dolor de los desposeídos tenía, además, la encantadora impronta de las almas intrépidas y naturales, criadas en contacto con la naturaleza y gente muy buena y sencilla, residente en la campiña cubana.
Ya en la madurez y como miembro descollante del movimiento revolucionario 26 de Julio en Manzanillo, se le vio buscar el apoyo de los campesinos de la zona cercana al lugar donde llegaría la expedición del yate Granma, y trabajó incansablemente, como Frank País lo hiciera en Santiago junto a Vilma y otros patriotas, en la búsqueda y preparación de combatientes que se alistarían en la naciente fuerza.
Conocía como la palma de su mano senderos y vericuetos del terruño natal, y los poblados costeros de Pilón, Media, Campechuela y Niquero, cuyos habitantes fueron testigos de su ir y venir organizativo, evadiendo los constantes controles militares del ejército batistiano, incluso bajo disfraces y camuflajes increíbles, como el día en que se le vio en una guagua vestida de monja.
Celia Esther de los Desamparados inclinó definitivamente su existencia a favor del combate por la justicia social y la libertad de la Patria, al trabajo incansable y aportador a causas humanistas muy hondas y abundantes, algo que moldeó y definió esa imagen de madre protectora, madrina de muchísimas personas necesitadas.
Tales cualidades personales ayudaron a dar un toque muy especial a la obra gigante y justiciera de la Revolución, a cuya consecución ella se había entregado por voluntad propia.
Las actuales mujeres cubanas, las más jóvenes y mayores, van por la vida con el mismo espíritu de la heroína de la Sierra y el Llano, aun reconociendo en ella condiciones excepcionales, no solo por sus aportes en la clandestinidad y la guerrilla, sino también como trabajadora tenaz, sobre todo en los tiempos difíciles que se viven, aunque muy distintos a los suyos.
Inspirarse en su sensibilidad exquisita, sed de armonía y belleza en los entornos, conjuntos arquitectónicos y relaciones humanas, en su vocación amorosa, es recomendación que podemos hacer a cualquier mujer y ser humano del presente, cuando la recordamos. No solo por ella, cuya grandeza rebasa lo antes enumerado, sino por nosotros, por nuestra riqueza espiritual, que saldrá beneficiada.