Dijeron que su cadáver fue entregado a las llamas por el enemigo, con el fin de borrarlo totalmente, pero lo cierto es que eso no se cumplió nunca: el Mayor General del Ejército Libertador Ignacio Agramonte y Loynaz, caído en combate el 11 de mayo de 1873 en los potreros de Jimaguayú a los 31 años, cabalga todavía a sangre y fuego en la memoria de sus compatriotas y paisanos de los llanos camagüeyanos.
Mucho enseña y educa ese cubano, a quien sus compañeros de batalla y allegados llamaban El Mayor, aludiendo no solo a su investidura sino también casi sin darse cuenta haciendo una síntesis de sus valores, que incluso lo convirtieron en símbolo de la juventud patriótica y bravía, de primer soldado, jefe de campaña y estratega militar brillante; así como hombre de honor, virtuoso y puro, abogado tenaz y caballero intachable, amoroso y romántico, en un paso fugaz por la vida.
El Héroe Nacional Cubano también plasmó con hermosura el resumen de sus dones al llamarlo “diamante con alma de beso” y ponderar la luz de su pundonor, aun sabiendo que fue un guerrero con lecciones que dar en los campos de batalla, pues en toda Cuba se recuerda el accionar apabullante contra las tropas españolas a su paso por la sabana del Camagüey, a partir del histórico Alzamiento de Las Clavellinas dado por sus coterráneos en la primera campaña independentista (1868-1878).
Vino al mundo en la ciudad de Puerto Príncipe el 23 de diciembre de 1841, como vástago de una familia de abolengo, culta y librepensadora, que le garantizó el acceso a privilegiadas fuentes de educación y la formación de acendrados principios éticos.
Mostró una personalidad notable y encantadora desde la adolescencia y juventud. El Mayor, por antonomasia de la historia de su país, fue además acompañado por el apelativo de El Bayardo desde su tiempo, pues era admirable su hombradía de bien, su actuar valiente y enriquecido por una estampa gentil, modales educados de joven noble y deportista, forjado en la práctica de la esgrima y el tiro con fusil.
Su vida personal fue embellecida por el amor correspondido de su novia y luego esposa Amalia Simoni, tan patriota y virtuosa como él, con quien fundó una bella familia y disfrutó de una relación hoy considerada legendaria.
El día de su caída en combate Agramonte comenzó la jornada puesto en pie antes de clarear, con la llegada de la mala nueva de la presencia enemiga en los contornos de Cachaza, en los llanos de Camagüey, la cual lo llevó rápidamente a arengar a su tropa y enfilar con ella al camino del combate.
Era Jimaguayú, a unos 32 kilómetros de la gran ciudad, una zona rural bastante conocida por el jefe mambí, donde había ganado fama al frente de la caballería camagüeyana y allí ocurrió el encuentro fatídico esa vez para él.
La metralla enemiga que penetró en su sien derecha, hizo que falleciera de inmediato, según testigos. Su cadáver cayó en manos del enemigo, quien lo profanó y terminó por incinerarlo.
Su heroica muerte en la flor de la vida produjo gran consternación y la falta de su aporte combativo y preclaro se hizo notar a partir de entonces, pero nada detuvo la carga por la independencia, a la que se había sumado el flamante Doctor en Derecho Ignacio Agramonte a los 27 años, el 11 de noviembre de 1869.
Se incorporó en la plenitud de su existencia al bregar de los campos de batalla, después de haber fundado junto a otros patriotas la Junta Revolucionaria del territorio camagüeyano, en su urbe natal, luego de obtener primero el título de Licenciado en Derecho Civil y Canónico en 1865 en la Universidad San Gerónimo de La Habana; y el de Doctor en esa materia en 1867.
En la llamada manigua redentora organizó muy pronto la caballería Camagüeyana, muy eficaz en la región central debido a su genio, conocimientos generales y recia disciplina. Ya en 1871, estaba al mando de las tropas mambisas hasta la jurisdicción de Las Villas.
Es interesante la reflexión de Enrique Collazo, Coronel del Ejército Libertador, quien conoció personalmente al Mayor:
“El trabajo que tenía que emprender era inmenso y solo un hombre con sus condiciones podría llevarlo a cabo, por fortuna el que debía hacerlo era Agramonte; al joven de carácter violento y apasionado, lo sustituyó el general severo, justo, cuidadoso y amante de su tropa; moralizó con la palabra y con la práctica, fue maestro y modelo de sus subordinados y formó la base de un ejército disciplinado y entusiasta”.
Tampoco aquí olvidamos el inspirador suceso, cuyo relato histórico describe al bravo Mayor Agramonte, fulgurante y audaz, encabezando el rescate al brigadier Julio Sanguily con muy pocos hombres, cuando este era conducido prisionero por una columna española numerosa. Pudo liberar a su compañero y aquella acción siempre ha sido un gran símbolo del Bayardo.
Es una de las más reveladoras del coraje y el ímpetu que también anidaron en aquel joven cubano entero y virtuoso. Pero ahondando en su vida llena de luz, se encuentra siempre más y ese es un reto que asumen hoy sus compatriotas, sobre todo los jóvenes. Razones buenas tienen, son tiempos en que se necesitan esos recuerdos.