El 3 de octubre de 1963 el Gobierno Revolucionario de Cuba estableció la Segunda Ley de Reforma Agraria, a solo cuatro años de proclamar la Primera, una de las medidas más trascendentes y raigales tomadas en los momentos iniciales del triunfo de la Revolución, en 1959.
A 61 años de la puesta en marcha, este ajuste a la primera Ley sigue recordando a todos que nació de la necesidad de perfeccionar ese instrumento legal, a fin de dar un golpe definitivo a los vestigios del latifundismo, práctica deleznable impuesta por la oligarquía y el gran capital, cuyos reductos sobrevivían en el país por aquella época, amenazando la seguridad y felicidad nacionales.
Sí, había que cortarle las alas o lo que fuera a ese monstruito capaz de regenerarse, reduciendo entonces la llamada tenencia de la tierra a cinco caballerías, de las 30 estipuladas por la Primera Ley de 1959, frustrando la capacidad de maniobra de poderosos enemigos del proceso transformador de la vida cubana al tiempo que le añadía agilidad y operatividad a los esquemas productivos.
Ello favorecería el incremento de los participantes en los trabajos demandados en el campo, borrando para siempre el peligro del trágico latifundio, cambiando radicalmente el sistema de producción agrario dando un definitivo golpe a la contrarrevolución que operaba en zonas rurales.
Explicaba claramente que la Revolución estaba dispuesta a hacer los aportes que fueran necesarios y “cambiar lo que debía ser cambiado” como principio sanador, con tal de seguir en la ruta del progreso y del avance en todos los frentes, a pesar de que en aquella etapa ya era intensa la agresividad del imperio, al frente de múltiples planes llevados a cabo contra el proceso cubano.
El año anterior, Cuba comenzó a ser víctima del completo establecimiento del bloqueo económico, comercial y financiero de EE.UU. y la ejecución de acciones terroristas se hacía sentir por parte de una vendida contrarrevolución interna, súbdita moral del imperio.
Dentro de ese panorama, que incluía espionaje descarado y la subversión criminal y vandálica en algunos puntos geográficos, se sabía que alrededor de 10 mil propietarios controlaban todavía casi dos millones de hectáreas y en su inmensa mayoría mostraban hostilidad, no indiferencia, a los esfuerzos constructivos del pueblo.
Un análisis de fondo de aquel complejo contexto, realizado por estudiosos, arroja que hacer la Segunda Ley de Reforma Agraria no solo respondería a las necesidades económicas y sociales, también era una urgencia política que los patriotas no debían ignorar, pues hacerlo costaría un precio incalculable.
Obviamente el sector de propietarios opuesto a la Revolución no detuvo sus acciones, con el apoyo de la potencia vecina, pero lo establecido en la nueva Ley vestía la legalidad que correspondía a la respuesta de los cubanos.
Durante 1963, la lucha contra los alzados contrarrevolucionarios enfiló a un lustro de existencia, con saldo muy doloroso de cientos de vidas de combatientes del pueblo y campesinos asesinados por los bandidos, principalmente en la región del Escambray, a cuyas montañas acudieron a buscar refugio algunos de los terratenientes puestos al servicio de la criminal guerra.
Por supuesto, el instrumento de la Ley debió hacerse cumplir solo gracias a la ofensiva desplegada sin descanso por el Ejército Rebelde, las Milicias Nacionales Revolucionarias y los Órganos de la Seguridad del Estado, que hicieron posible la aniquilación de los bandidos como fuerza opositora, en 1965. Desde entonces la nación quedó libre de aquella lacra.
Hay que señalar que el cumplimiento de las medidas de expropiación de la Segunda Ley se realizó de acuerdo con normativas jurídicas y se estableció una indemnización a todos los afectados, no por el valor total de sus propiedades, sino una consistente en 15 pesos mensuales por cada caballería expropiada; pero con la especificidad de que ninguno recibiría menos de 100 ni más de 250 pesos mensuales.
El Presidente del Instituto Nacional de Reforma Agraria fue impuesto de facultades para exceptuar de la Ley a productores que hubieran mantenido los resultados de sus tierras en excepcionales condiciones de productividad, a partir de la promulgación de la Ley de Reforma Agraria en 1959 y demostrado plena disposición a seguir apoyando los planes de producción del Estado.
Como se infiere, ese nuevo documento, hijo cabal de su tiempo y la nación, no era algo acabado ni perfecto. Era un paso ineludible dado en su justo momento, con coraje y entereza, con creatividad. Y así lo asumieron los hombres y mujeres. Hoy forma parte del arsenal de experiencias y saberes que han conformado el devenir de todos. Vale la memoria. (Por Marta Gómez Ferrals, ACN)