Por más de 50 años niños del Hanabanilla atraviesan el lago para ir a la escuela. El Estado cubano les garantiza el transporte, que no ha fallado ni un solo día. El acceso a la educación es aquí un derecho cumplido y para los niños es un orgullo contar su historia.
Naranjito es el punto más alejado de la escuela rural Mariana Grajales, en el Escambray de Villa Clara. No hay forma de llegar a ese paraje que no sea a través de la presa Hanabanilla y desde allí deben asistir dos niñas al centro. Agua de por medio, un barco hace la travesía cada mañana.
Junto a Mayuli y Mayliuvi Hernández Santana otros siete alumnos son recogidos en el poblado La Lima y detrás del hotel, que lleva el mismo nombre del lago.
Este curso son solo nueve, pero la cifra aumenta y disminuye según los pequeños que entren o salgan de los niveles de la enseñanza primaria: desde las vías no formales hasta el sexto grado, ellos vienen por la vía marítima.
Hoy, el Hanabanilla semeja un mar oscuro y esquivo, pero sin importar el clima el “Cienfuegos”- apelativo de la embarcación- se dispone a partir. Son las seis de una mañana cualquiera y en media hora se estará en Naranjito.
Mayuli y Mayliuvi, ya despiertas un poco después de las cinco de la madrugada, bajarán la loma hasta la orilla, linternas en mano, acompañadas de su abuela y su perrita Mónica. La rutina se repite cada día, salvo que en horario normal –ya ha cambiado a verano; y ahora al de invierno-, el sendero lo hacen bajo la luz del sol.
Este es el barco del Chino, dice Mayliuvi, segundo grado, y oradora innata; cuando está el otro, nos recogen un poquito más temprano y ahí sí a Mayuli le cuesta más trabajo levantarse, se ríe cuando se refiere a su hermana pequeña que apenas está en preescolar.
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La quebrada de La Siguanea estaba compuesta de terrenos fértiles donde se cosechaban frijoles y todo tipo de viandas, y abarcaba el poblado de similar nombre y otros asentamientos mucho más pequeños. Por el terraplén que la atravesaba entraban rutas de guaguas provenientes de la actual provincia centro-sureña cienfueguera.
En el valle había vallas para pelear gallos, herrerías, un matadero de reses, una casilla, una tienda, una fonda, un salón de villar, el salón de baile de Pepillo Hernández, que era, además, el dueño del barrio de La Siguanea y a quien todos pagaban el alquiler de los locales; una panadería, una botica (farmacia), una zapatería, y una quincalla (quiosco) de Rogelio, un asiático.
Era un poblado bastante avanzado para su tiempo, pero fue preciso desalojarlo para construir un embalse que abasteciera a la central hidroeléctrica que vendría después. Las labores comenzaron en 1952. Corría la época del dictador Fulgencio Batista.
Llegado el momento se dio la orden de salida, unos pobladores se corrieron para la loma, y otros, la mayoría, se fueron de allí a Cumanayagua en gran medida. Se represaron los ríos que atravesaban La Siguanea: el Negro, Guanayara, Hanabanilla y un poco más allá, el Jibacoa; y el nivel de agua comenzó a subir.
En el imaginario popular constituyen varias las historias que se cuentan, como la de la mujer que salió del valle a parir y cuando regresó ya la presa estaba en sus predios.
Desde entonces, se erigió el “Hanabanilla”, como el único embalse intramontano de Cuba que alimenta a la principal hidroeléctrica de la Isla; además de abastecer de agua a parte de la población de Cienfuegos y Villa Clara, su territorio de origen.
A más de 360 metros sobre el nivel del mar, los trabajos demoraron alrededor de 10 años en culminarse. En 1959, se encontraban al cincuenta por ciento y no fue hasta 1963 que se celebró la ceremonia de apertura. Mientras fue Ministro de Industrias, el Comandante Ernesto Guevara la siguió de cerca.
Por casi dos décadas Ramón Ramírez, el Chino, 59 años, trabaja en el “Cienfuegos”. Es quien ayuda a subir y bajar a los infantes y los conoce desde que se montan por primera vez.
—Aquí uno los ve crecer hasta que salen de la primaria, cuenta mientras escudriña en el horizonte el próximo “pasajero” que espera por la embarcación.
Dice el marino que hay, al menos, dos barcos enrolados en esta tarea del trasiego escolar. Una semana uno efectúa la ruta de pasaje regular y el otro se viste de uniforme. Y así, cumplen sus turnos ininterrumpidamente los 10 meses que dura en Cuba el período lectivo.
En tiempos de elecciones un barco hace la función de colegio flotante.
La escuela primaria Mariana Grajales, del Hanabanilla, tiene matrícula de 69 alumnos, de ellos 30 niñas y 39 varones. Además de los nueve que vienen por el mar, otros 29 se trasladan en ómnibus desde la Macagua, en los límites con Cienfuegos; y los restantes lo hacen a pie porque residen en áreas colindantes.
Así lo asegura Lídice Moya López, la directora, que los conoce a todos y está al tanto de cada uno hasta el momento de regresar a casa. En ese punto una auxiliar los acompaña hasta los respectivos sitios de embarque y los espera, de igual forma, al día siguiente.
Son las siete de la mañana y el patio de la “Mariana Grajales” se torna en algarabía. Mayuli y Mayliuvi se han convertido en las guías de los visitantes que les hacen preguntas y ellas se saben seguras.
Ahora, confirma Mayliuvi que cuando sea grande ella quiere ser artista.
— Pero, ¿qué tipo de artista?
— No sé, de esos que hacen pinturas lindas.
— Y Mayuli, ¿qué quiere ser?
Sonríe y se escuda en su hermana, que responde por ella.
— Bueno, tal vez quiera ser fotógrafa o periodista como ustedes.
Por el momento, un barco las adelanta en el camino de sus sueños. (Roxana Soto del Sol y Mairyn Arteaga Díaz, ACN)