Hace 64 años -el 2 de septiembre de 1960-, casi un millón de capitalinos, reunidos en Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba, aprobaron en la histórica Plaza de la Revolución José Martí la Primera Declaración de La Habana en representación de sus connacionales, luego de su lectura por parte del joven líder de la Revolución, Fidel Castro.
Con esa acción pletórica de fervor patriótico se daba respuesta urgente y contundente, muy clara además, a la falaz Declaración de San José de Costa Rica mediante la cual la Organización de Estados Americanos (OEA), acataba servilmente un programa dictado a pie juntillas por el Imperio, en contra de la decisión soberana de Cuba y el proceso transformador de su gobierno.
En aquel escenario, los representantes de Nicaragua y Guatemala sirvieron de entregados personeros de los amos del Norte, mientras en otras naciones como Honduras se preparaban los mercenarios que al año siguiente llevarían a cabo la agresión a Playa Girón, la mentada Bahía de Cochinos, tristemente célebre para ellos, pues fueron derrotados por el pueblo cubano.
La multitud acompañante de Fidel en la concentración popular gigantesca del 2 de septiembre con rapidez aclamó la Primera Declaración de La Habana, tras oír los fundamentados argumentos, validados por la historia, y conoció de principios e ideales justos, términos impensables como el de la solidaridad, entre los congéneres y las naciones, y de compromiso político y social a favor de los pobres de la Tierra, por los cuales valía la pena luchar, triunfar o morir.
Fue una de las memorables vivencias de los albores revolucionarios en la plaza habanera y merece traerla a la memoria porque hay esencias y circunstancias de renovada actualidad en los días corrientes, sobre todo cuando se observan las matrices injerencistas que persiste en usar el enemigo de siempre.
El Jefe de la Revolución Cubana denunció entonces la ofensiva de la derecha en el continente, los intentos de conservar y poner en práctica la irrespetuosa Doctrina Monroe “América para los americanos” (los de EE.UU.), como el basamento político y casi que hasta divino inspirador de la actuación de los dirigentes de La Unión.
Vale apuntar que esas tácticas son hoy más brutales que nunca, si no, que hable de ello el pueblo venezolano recientemente saboteado y cuestionado en su consenso mayoritario de hacer unas elecciones libres y soberanas, empeño que consumó a pesar de las agresiones y las trampas de los poderosos.
Para nadie es un secreto que desde el siglo XIX, en 1960 y hoy los gobernantes de la potencia mundial siguen considerando a la llamada América hispana y el Caribe su patio trasero. Y al igual que antaño algunos sueñan con hacer realidad plenamente su mesiánica doctrina, con la ayuda servil de las oligarquías e incluso la traición de políticos venales en los que sus pueblos confiaron.
Ya de vuelta a la Primera Declaración de La Habana se recuerda que esta denunció que la conjura de San José representaba un vejamen a la soberanía y la independencia de los pueblos de América Latina, región con un historial de agresiones e intervenciones del poderoso vecino, asistido por su superioridad militar y financiera.
La historia data de más de 100 años en los cuales se invadieron y apropiaron territorios, como en México, se frustró la plena independencia de Cuba, se masacró la ciudadanía en República Dominicana, Haití, Nicaragua y Panamá; y se incorporó a Puerto Rico, todavía hoy con estatus neocolonial.
El documento de los cubanos fustigó al panamericanismo hipócrita y solo conveniente a los intereses de sus monopolios, iniciado por sus empréstitos en canales y ferrocarriles denunciados por José Martí en su tiempo, algo no compatible con la tierra de Bolívar, Hidalgo, Juárez, O'Higgins, San Martín, Sucre y Tiradentes, donde en cambio se necesitaba mucho practicar la solidaridad entre todos.
Expresó que la verdadera democracia no era afín con las oligarquías financieras sumisas de las naciones latinoamericanas que acusaban a la ínsula, ni con la discriminación de los negros, la explotación de los obreros, la persecución de los intelectuales y científicos, el maltrato a las mujeres, la indefensión de los niños y de los habitantes de los entornos rurales, tal y como ocurría de facto en las naciones que apuntaban con el dedo acusador a la Isla.
Definió un concepto de democracia genuina, no circunscrita a un voto presidencial, manipulado y por lo general representativo de los intereses de los terratenientes. Expuso que en países como la antilla Mayor el latifundismo era una de las fuentes principales de las desgracias de los trabajadores y oprimidos, del analfabetismo, los bajos salarios, la extrema pobreza.
Fue rotundo y diáfano cuando reflejó que el apoyo mostrado por la Unión Soviética y la República Popular China no perseguía, a diferencia de la política estadounidense, minar la unidad ni penetrar estratégicamente en el hemisferio. Ofrecieron ayuda para garantizar la soberanía y seguridad de este país amenazado de forma creciente dentro de su entorno geográfico.
Se trataba de un ejemplo de cooperación a tono con la solidaridad y el pleno ejercicio de su autodeterminación e independencia, conquistadas a partir de 1959. En todo caso los gobernantes de Estados Unidos, incapaces de gestos generosos de tal índole, debieran sentirse avergonzados, consignaba el importante documento respaldado por el pueblo.