Tras intenso batallar al clamor de la consigna: “¡Tierra o sangre!”, el 11 de noviembre de 1934 el movimiento campesino, organizado y dirigido por el líder Lino Álvarez, alcanzó una victoria crucial al obligar al gobierno, leguleyos y representantes de compañías foráneas y oligarcas nacionales, a suspender los desalojos y flagrantes injusticias, al menos temporalmente, en el llamado Realengo 18, en el extremo oriental de Cuba.
Aquel logro parcial del humilde sector rural no fue obra de un día y pudo ocurrir a consecuencias de varios meses de intenso bregar de los habitantes de la zona, quienes arrebataron palabras al sanguinario sargento Fulgencio Batista cuando afirmó que aquello terminaría para los reclamantes en “tierra o sangre”, pensando en masacrarlos.
Dijeron entonces los insurgentes: “¡Tierra o sangre!”, como bandera de combate.
Los hijos de aquel terruño en efecto tenían una trayectoria larga de lucha por la justicia en la especie de “otro país” que era esa zona, según la llamara el sobresaliente intelectual y periodista Pablo de la Torriente Brau, debido a las costumbres de la región, asombroso paisaje y a sus tempranos vínculos con la rebeldía nacional.
Pablo contribuyó a la resonancia que alcanzó ese conflicto, a pesar de los intentos silenciadores de la prensa burguesa, al hacer in situ un reportaje antológico sobre las demandas del campesinado cubano.
Viajó hasta Realengo 18 y conoció al dirigente mentado, agudo campesino iletrado, patriota mambí, descendiente de africanos y miembro de las tropas de los connotados generales José Maceo y Calixto García durante la Guerra Necesaria (1895).
La pequeña y gran gesta de Lino convirtió al Realengo en sitio legendario, hoy con la condición de Monumento Nacional, pero por entonces era legalmente una simple propiedad del Estado con extensión aproximada de 500 caballerías y habitada por familias muy humildes, la mayoría formada por antecesores de combatientes independentistas.
Anales consignan que a partir del año 1905 ese territorio rico en bosques empezó a ser objeto de la codicia de empresarios estadounidenses y nacionales, explotadores de su madera preciosa y con planes de sustituir su espléndida cubierta vegetal por plantaciones cañeras, que responderían a nuevas industrias privadas azucareras.
Ello marcó la suerte de los campesinos pobres, pues aparecieron de la nada propietarios furtivos, acaudalados, poderosos y respaldados por un gobierno entreguista, que los conminaba al desalojo, con apoyo de instituciones jurídicas y de la ya temible Guardia Rural que campeaba con sus abusos por los campos.
Con inesperada rebeldía, los “realengueros” se opusieron y sus combates echaron para atrás, en 1920, la expropiación privada con la recuperación de la propiedad estatal de la zona. Pero solo fue un respiro temporal y frágil.
Las injusticias contra los campesinos aumentaron con el tiempo a pesar de los intentos de la Revolución del 33 y luego del llamado Gobierno de los Cien Días. Se volvieron más dramáticas al aparecer el primer sargento y luego coronel arribista llamado Fulgencio Batista, al servicio de los intereses foráneos.
Con más razón en el Realengo 18 sus habitantes se organizaron en agrupaciones para defender su objetivo principal, que era el derecho a la tierra donde vivían y trabajaban e incluso más tarde se derivó en la fundación de la Asociación de Productores Agrícolas de El Realengo 18.
Cuentan que Lino Álvarez agotó todas las formas de reclamos pacíficos y jurídicos posibles, antes de entrar de lleno en la contienda insurgente frente a frente, como en los tiempos de clarinada libertaria mambisa. Muchos vieron en él las cualidades de dirigente y conductor que necesitaban, y lo siguieron en una movilización que ganó fuerza.
Se ha reconocido su decisivo estilo de lucha para conseguir que las organizaciones y células de los cuartones, un tanto espontáneas al principio, se extendieran por todos los dominios de El Realengo, con tácticas y estrategias eficaces. La justeza de la causa que defendía y su vocación patriótica, que lo hacían sentir orgullo de su ascendencia mambisa, también lo fortalecían.
Las autoridades y la oligarquía amparaban a los usurpadores que se escudaban en una amañada Resolución dictada el 25 de marzo de 1932 por el Tribunal Supremo, y en julio de 1934 se dictaminó el cese del Estado Cubano como dueño y administrador del susodicho Realengo.
Los residentes del ya histórico sitio sumaron a sus reclamos a los vecinos de las zonas aledañas, en su mayoría precaristas, tan amenazados de expropiación como ellos.
Todas las vertientes echaban cada vez más leños al fuego de la guerra que los campesinos librarían sin miedo con el apoyo de la junta directiva, convertida en Estado Mayor, y la creación de varios destacamentos formados cada uno de cincuenta o sesenta hombres, quienes se mantenían en guardia permanente listos para enfrentar a los promotores de los desalojos.
Brega y coraje. En agosto de 1934 ocurrió el primer enfrentamiento. La gravedad del suceso hizo que por todo el país circulara la noticia de la situación en Realengo 18, divulgada por el Diario de La Marina, mintiendo y manipulando sobre lo sucedido.
Los insurgentes fueron objeto de un cerco militar en la zona con demasiados efectivos dispuestos a ametrallar a quienes luchaban por sus derechos ancestrales y legales sobre la tierra, mientras al mismo tiempo hubo intentos gubernamentales para sobornar o convencer a Lino de que depusiera su actitud. Ninguna propuesta daba garantías ni establecía compromisos de justicia a los demandantes.
Con la burguesía respaldando el desalojo y las atrocidades, el gobierno aumentó sus amenazas o presionaban, en otros sectores del país comenzó a desarrollarse una conciencia en respaldo al valiente movimiento campesino.
La contribución del Partido Comunista de Cuba fue trascendente pues envió a varios activistas, entre estos, jóvenes ofreciendo asesoría en métodos de lucha y el aporte de medios de combate. En varias ocasiones los lugareños armados con viejas escopetas y machetes evitaron la entrada al lugar de los enviados de los terratenientes para instalarse en una trocha en la zona a la que llegaron siempre acompañados de la Guardia Rural, mientras los tribunales negaban su derecho de propiedad.
El Partido Comunista realizó una operación de abastecimiento a los sublevados, poco conocida en todos sus detalles, y les remitieron desde La Habana en cajones de supuestas piezas para maquinarias 50 fusiles Springfield, e igual cantidad de armas cortas, una ametralladora antiaérea y municiones.
Unos 500 combatientes del Realengo 18 cabalgaron y llegaron hasta la ciudad de Guantánamo para reclamar sus derechos. La fuerza y connotación nacional ganada por ese movimiento llevó entonces al Gobierno a decidirse por la estrategia del trato que posponía los desalojos.
Los sectores reaccionarios en el poder se dedicaron con más fuerza, después de apaciguados los ánimos, a perseguir a montunos y sus descendientes con el uso de diversos métodos para engañarlos y usar la violencia de forma selectiva, hasta que las montañas orientales cercanas acogieron los combates libertarios nuevamente, a partir de 1956, liderados por Fidel Castro. (Marta Gómez Ferrals, ACN)