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Fulgores y lecciones de la Constitución de Jimaguayú


  La Constitución de Jimaguayú tiene el mérito histórico de ser la tercera de las cuatro Cartas Magnas refrendadas por los cubanos en los campos de batalla emancipadores del siglo XIX, exponiendo fielmente la tradición civilista y legalista que también construían, como algo esencial, los padres fundadores en medio de los combates ingentes a sangre y fuego.

  Ocho Constituciones labradas con voluntad política, y siempre bajo agresiones foráneas diferentes, exhiben hoy al mundo la práctica democrática comenzada hace casi dos siglos, que se afincó a partir del XX con la coartada pero cumplida Ley de leyes de 1901, aun cuando esta respondiera a la inauguración de una república, que no satisfacía los sueños libertarios de los mambises y el pueblo cubano.

  Un puntal se clavó en cambio posteriormente con la Constitución de 1940, valorada de muy avanzada a pesar de su esencia liberal-burguesa y vigente hasta 1976, cuando se aprobó la primera Carta Magna que respaldaba la construcción de la sociedad socialista y a los nuevos valores forjados por y dentro de la Revolución, después del triunfo del 59.

  En 2019 el pueblo cubano se dio nuevamente la oportunidad de aprobar una moderna y aún más inclusiva Ley de leyes, tras un acucioso proceso de debate masivo y profundo que contribuyó a su actualización y perfeccionamiento, propuesto por los peritos del ramo.

  Viajando nuevamente al fulgor de Jimaguayú, se recuerda su forja en la Asamblea Constituyente que comenzó el 13 de septiembre de 1895, en la zona camagüeyana donde cayera el Mayor Ignacio Agramonte durante la Guerra de los Diez Años, en el centro del país.

  Estuvo lista para su firma el 16 de ese mes convertida en documento que significó un paso adelante en la búsqueda peliaguda, dada las circunstancias  de la unidad de los cubanos, mediante la elaboración de una Ley Primera aspirante a ser justa con los intereses de todos los contendientes y patriotas involucrados en la causa superior y sagrada de la libertad.

  Nunca ha dejado de ser un eslabón necesario, con un aporte de crecimiento y utilidad aunque fue bien arduo,  el empeño de llegar al texto final.

  Muy frágilmente se lograron establecer los nexos y razones de concordia, en medio de las  pasiones y los diferentes enfoques sobre la prevalencia de los mandos civiles, defendidos por los representantes de occidente, o militares, bandera de casi todo el oriente, la zona de mayor beligerancia, que se arrastraban desde la primera Ley de leyes aprobada en Guáimaro en 1869.

   Entonces se había maniatado al mando militar. Sin embargo, el espíritu de la Carta Magna de Baraguá (1878) pareció renacer y dio un giro a esa situación.

  Los libertadores del 95, influidos además por un pensamiento y obrar tan  notable como el de José Martí, desde su exilio fecundo, tenían claro que se imponían cambios en la Constitución de Jimaguayú, sobre todo, marcando distancia con la de 1869 en Guáimaro, la primera.

  Y se produjo la distinción, aunque también revelaba rasgos que le conferían la condición de ser parte de un proceso histórico signado por la continuidad en cuanto a las buenas prácticas profesionales y ética se refiere.

  Preconizaba un Consejo de Gobierno formado por seis miembros representantes de los poderes ejecutivo y legislativo, que no debía interferir al aparato militar, encabezado por un General en Jefe. Ese cargo ya lo ocupaba, por decisión tomada por el movimiento revolucionario antes de comenzar la histórica campaña, el Generalísimo Máximo Gómez.

   Aunque cayó en combate antes de su aprobación, José Martí contribuyó junto a Máximo Gómez y otros próceres en los preparativos de la Asamblea Constituyente de Jimaguayú con gran entusiasmo.

  Pero sus compatriotas llegaron a saber de los sueños y obrar del Maestro en aras de una República donde la Ley primera fuera el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre. Y con construir una sociedad “Con todos y para el bien de todos”.

  Seguidos con respeto los planes del Maestro y manteniendo la tradición constitucionalista con la Carta Magna de Jimaguayú se dotó a la nueva campaña de la sustentación legal y moral que se creía más conveniente.

  Así fue como en los papeles finales redactados y rubricados por no pocos expertos e historiadores se trató de reflejar un anhelo conciliador y el pensamiento de avanzada de ese hombre, que veía con larga luz y claridad.

  El 16 de septiembre del 1895 el camagüeyano Salvador Cisneros Betancourt y el manzanillero Bartolomé Masó ocuparon los cargos de Presidente y Vicepresidente de la República en Armas. Carlos Roloff, Severo Pina Estrada, Santiago García Cañizares y Rafael Portuondo Tamayo, fueron designados al frente de las secretarías.

  Se anunció  la convocatoria a una nueva Asamblea Constituyente para  dos años después, si  no se ganaba la guerra.

  El nuevo texto contenía iniciativas para superar las contradicciones en el mando cívico-militar, y adoptaba una disciplina rigurosa y flexible cuando se entendiera, que fuera objetiva con las condiciones de la contienda.

  Sustituía a la tristemente recordada Cámara de Representantes un Consejo de Gobierno con prerrogativas  administrativas y legislativas y se daba plena autonomía al mando militar.

  En sus 24 artículos, además de instituir los cargos y formas de gobierno mencionados, se designó a Antonio Maceo como su Lugarteniente General. Como el resto de las Cartas Magnas mambisas no pudo ver cumplidas sus leyes en una república libre y soberana, y solo fueron efectivas sus decisiones sobre responsabilidades y destino de jefes de la insurrección armada.

  Pero el pensamiento y la conciencia, las ideas humanistas, liberales, democráticas y de avanzada de lo más granado del patriotismo cubano  la dotan de un valor histórico y documental extraordinario, al tiempo que nutre el acervo cultural de sus compatriotas. (Marta Gómez Ferrals, ACN).

Autor: Por Marta Gómez Ferrals | Foto: achivo

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